Juan se sentó abatido en el banco de la plaza, encorvó la espalda, llevo sus manos a la cara y rompió en sollozos apenas perceptibles. Era el mismo banco en que me senté cuando me sentí miserable y por primera vez en muchos años comencé a llorar. Yo ya sabía qué es lo que Juan necesitaba, así que me senté a su lado, en silencio, haciéndole ver que no está solo, que todo lo malo por lo que está pasando se ira y que yo haré todo lo posible para sacudirle el polvo de ésta caída y de todas las otras que vendrán.
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